El dulce pica los dientes
rochatotal//
Por Hoenir Sarthou
¿Recuerdan cuántas veces se ha dicho que el régimen de promoción de inversiones que aplicaba Uruguay -basado en la exoneración de impuestos y el regalo de los recursos naturales y de las infraestructuras- era leonino para los intereses uruguayos y una jauja para las corporaciones extranjeras?
¿Tienen presente que el sistema político siempre se “hizo el oso” ante estas denuncias y que, a lo sumo, argumentaba que sin esas exoneraciones y regalos nos quedaríamos sin inversión?
¿Saben que, amparadas en ese régimen y en ese discurso, varios grupos económicos transnacionales están amasando fortunas en nuestro país, sin pagar nada, desde hace años?
Pues, bien, antes de que nuestra clase política se dignara a reconocerlo, otros, más vivos y poderosos, se dieron cuenta y actuaron en consecuencia.
Me refiero a la OCDE, ese club de Estados ricos (no es ni siquiera un organismo internacional) que decidió promover lo que llama “impuesto mínimo global”, es decir un impuesto del 15% que se aplica a los grupos económicos cuyas utilidades anuales superan los 750 millones de Euros.
La clave del asunto es que los impuestos que esas empresas no paguen en los países en los que obtienen ganancias podrán ser cobrados por sus países de origen. En el caso de Uruguay parece claro que los Estados beneficiarios serán, entre otros, Finlandia y Bélgica, por poner sólo dos ejemplos.
Lo significativo del asunto es que esta exigencia de la OCDE le abre a Uruguay la posibilidad de cobrar impuestos a los que había renunciado por medio de los contratos de inversión suicidas que se han venido firmando en los últimos años.
El motivo es que los impuestos que Uruguay no cobre igual serán pagados por los inversores en sus países de origen, lo que lleva a que se muestren más interesados en pagar en Uruguay, quizá con la expectativa de obtener ventajas mayores a las que obtendrían en sus países de origen.
No por casualidad, el artículo 662 del proyecto de Ley de Presupuesto de este año crea el llamado “Impuesto Mínimo Complementario Doméstico”, que apunta a percibir como impuestos sumas que los inversores de todos modos están pagando ya en sus países de origen.
La redacción de ese artículo, que esencialmente modifica el TOCAF, es de una complejidad y falta de claridad extraordinaria. Eso bien puede responder a que establezca “guiñadas” que les permitan a las corporaciones pagar menos, aunque no estoy en condiciones de asegurarlo todavía. Pero la experiencia indica que la redacción enrevesada de los contratos y las normas en general esconde “cangrejos” difíciles de detectar para un lector no especializado en la materia económica y tributaria.
Es demasiado pronto aún para hacer un juicio sobre el nuevo fenómeno que se plantea. Habrá que ver los resultados para sacar conclusiones.
No obstante, hay dos cosas que desde ya pueden decirse.
La primera es que seguramente el nuevo régimen aplicable a las grandes inversiones extranjeras le deparará al Uruguay algunos ingresos impositivos que nuestro sistema político, sumiso ante los inversores, jamás habría soñado con imponer por su cuenta.
La segunda es que el fenómeno implanta algo alarmante: que los regímenes tributarios de los países sean modificados por centros de poder externos, carentes de legitimidad democrática. En otras palabras, significa perder una nueva porción de nuestra soberanía, una porción importante y estratégica.
En este caso, es posible que los ingresos que se generen tengan cierto sabor dulce para los uruguayos. Pero no hay que olvidar que el dulce pica los dientes.
Nada impide que, así como ahora se nos permite una recaudación inesperada, a la que habíamos renunciado sumisamente, mañana se nos impongan por el mismo mecanismo condiciones que nos perjudiquen y sometan gravemente.
Acatar a una autoridad suele implicar acatarla para lo bueno y para lo malo. Y, que me perdonen, nada lleva a pensar que la OCDE actúe motivada por el interés de los uruguayos.
Voces