De película y en colores
rochatotal//
Por Hoenir Sarthou
¿Han visto cine o series producidas este año y el año pasado, en Netflix, por ejemplo?
Salvo por una serie española, que en realidad es pre pandémica, ¿vieron algún tapabocas? ¿Vieron a los personajes encerrarse, guardar un metro y medio de distancia entre sí, vacunarse, o discutir sobre virus y vacunas? ¿O, por el contrario, siguen hablando a cara descubierta, a pocos centímetros de distancia, besándose, curtiéndose a trompadas y entreverándose en oscuros clubes nocturnos? ¿En qué lugar y en qué época transcurren ese cine y esas series?
Algo grave ocurre cuando el arte –exceptúo a alguna producción independiente y casera que he visto – no se atreve o no es capaz de representar la realidad. Cuando se impone transcurrir en un tiempo fuera del tiempo, en una época que no es el presente pandémico, tampoco se asume como pasado, y sin duda no es la postpandemia, porque no hay ningún diálogo ni ningún cambio en las costumbres que indiquen que la pandemia existió.
¿Cómo se explica? ¿Qué pensará Amílcar Nocchetti (que es aquí el que sabe de cine)? ¿Cómo explicar que ocurra en el cine, que siempre ha intentado reflejar la vida en tiempo real, produciendo películas de guerra mientras la guerra ocurría, o denuncias sobre crímenes y escándalos políticos mientras se procesaban los juicios contra los implicados, o dramas sobre el SIDA incluso antes de que se supiera que no era un mal exclusivo de los homosexuales?
Para explicarlo, se me ocurren varias hipótesis. Es posible que en el ambiente cinematográfico haya una censura expresa, como la que rige en las redes sociales. O que la censura sea tácita, tal que los cineastas y productores perciban que “el horno no está para bollos” y que cualquier abordaje que ponga en duda al credo oficial sobre el virus, aunque sea una duda mínima, puede ser fatal para la financiación y para sus carreras. Pero me seduce otra hipótesis, no contradictoria con las anteriores.
¿Sería tolerable para el espectador un mundo de personajes embozados, asustados, distanciados, empobrecidos en contactos físicos e interacciones? ¿Querríamos ver en las pantallas la vida tal cual la vivimos? ¿O la sentiríamos demasiado grotesca?
Pandemia mediante, el cine y las series han vuelto a cumplir, más que nunca, su papel de evasión, de descanso fantástico de la realidad, desechando otro más rico: el de hacernos ver la realidad desde otra perspectiva. El hecho de que necesiten transcurrir fuera del tiempo, en un pseudo presente a-histórico, parece confirmarlo.
Sin embargo, la realidad ofrece temas formidables para cualquier director o guionista. Fuera del surgimiento del virus, su financiación y su liberación, dignos de una saga completa de James Bond, está también la guerra por la vacunación, en la que los gobiernos, presionados desde afuera, hacen lo indecible para que sus pueblos se vacunen, incluso recurrir a la amenaza y al chantaje, aunque sin atreverse a decir que obligan a vacunarse.
Por ejemplo, tenemos en Francia a Macrón, que, mientras que la mitad de los franceses se ha vacunado y la otra mitad parece sustraerle el c… digo el brazo a la vacuna, obliga al personal de la salud a vacunarse y logra grandes manifestaciones callejeras de protesta. O al gobierno uruguayo, especulando con dividir y clasificar a los uruguayos por colores, según su rango de vacunación o inmunidad, bajo la amenaza de no poder ingresar a un comercio, ir a un espectáculo o participar en reuniones de cualquier tipo.
¿Recuerdan el jugo cinematográfico que ha dado la estrella de David impuesta a los judíos en Alemania? Bueno, eso. Calculen cuántas películas de suspenso, ciencia ficción y hasta de terror se podrían hacer con los uruguayos divididos y discriminados por castas coloreadas. Sin descartar las de humor que podrían filmarse con la entrada al estadio en un clásico. Imaginen al “Bananita” González haciendo de portero que debe verificar la identidad y el rango sanitario de cada barra brava.
Uno, como defensa psicológica, aborda a veces en forma humorística lo terrible. Y esto es terrible. Porque es terrible que se presione y discrimine a los uruguayos para que nos sometamos a un procedimiento médico experimental, con sustancias cuyo contenido y efectos a mediano y largo plazo son desconocidos, sin garantía de los laboratorios que las producen, con el agregado de que la inoculación requiere firmar la renuncia a hacer cierto tipo de demandas. Y sin mencionar el absurdo de que quienes deban temer contagiarse sean los vacunados, supuestamente inmunizados.
Todo esto tiene cierta pátina de irrealidad. Uno quiere creer que vive en un país republicano y democrático, en el que ciertas garantías individuales están tradicionalmente aseguradas. Lo que significa que no existen obligaciones, salvo las dispuestas por ley, y que no debe exigirse a nadie aquello a que no lo obliga una ley. Mucho menos discriminarlo o sancionarlo por no hacerlo.
Los lugares públicos, los actos públicos y los espectáculos públicos deben ser, por definición, abiertos a todos. Es ilícito –inconstitucional- limitar la admisión por un factor no dispuesto por ley. Es más, ni siquiera la ley puede imponer obligaciones arbitrarias o que entrañen riesgos. De modo que, si alguien se siente inseguro en cierto lugar por la presencia de personas que están en él de acuerdo a la ley, lo que debe hacer es no asistir. De ninguna manera pretender que se impida la asistencia a otro que actúa lícitamente. Esa discriminación no puede disponerla legítimamente el Estado, ni mucho menos delegársela o permitírsela a particulares.
Es un hecho que la enorme presión para vacunar viene del exterior, pero también es cierto que nuestros gobernantes han asumido sus cargos bajo el compromiso de respetar y hacer respetar los derechos y garantías individuales de la Constitución uruguaya.
Con lo que haga en este asunto, el gobierno se estará sometiendo a un test. Un verdadero PCR (a bajo ciclo de corte) de su condición garantista. La discriminación vacunatoria sería un acto violatorio de garantías fundamentales, una indignidad que no habíamos soportado desde la última dictadura y sus certificados de “fe democrática”, con categorías A, B y C. Por eso es de esperar que el asunto sea reconsiderado por las más altas jerarquías del gobierno y que prime la cordura. Es imprescindible para que esta película no termine muy mal. Fuente: Semanario Voces