Una frazada cada vez más corta

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Por Hoenir Sarthou

¿Alguna vez les tocó dormir en una noche fría tapados con una frazada demasiado corta?

Supongo que sí y que recuerdan la experiencia. Uno se tapa hasta el cuello y le quedan afuera los pies. O se tapa los pies y se le hiela el cuerpo. Uno se revuelve y se arrolla, pero es inútil. Siempre hay alguna parte del cuerpo que queda afuera y al frío.

Es exactamente la sensación que producen los proyectos de reforma de la seguridad social.

Nuestro sistema previsional se basa en la solidaridad intergeneracional (salvo las malhadadas AFAPs, que matan de hambre al jubilado en base exclusivamente a sus propios aportes, de los que la AFAP previamente le come buena parte). Eso significa que las jubilaciones que se están pagando hoy se financian básicamente con los aportes de los trabajadores activos, que a su vez esperan cobrar sus jubilaciones con los aportes de trabajadores futuros.

Hacer esa descripción es ya plantear un problema insoluble. Al menos en los términos en los que estamos acostumbrados a pensar en las pasividades.

Nuestro régimen previsional (ese que los uruguayos llevamos grabado en el ADN) corresponde a un sistema económico que pretendía ir siempre “a más”. Más crecimiento económico, más trabajo, más empleos, más aportes, y, por ende, al menos en teoría, más y mejores jubilaciones.

Pero, ¿qué pasa cuando el mundo deja de ir en esa dirección? ¿Qué ocurre cuando los empleos escasean o desaparecen, cuando los cambios tecnológicos reducen la necesidad de trabajo humano, haciendo que establecimientos industriales, comerciales e incluso agrícolas, que antes ocupaban a cientos o a miles de obreros, funcionen con sofisticados sistemas computacionales manejados por muy pocas personas con alta capacitación técnica.

De hecho, basta mirar un poco hacia el futuro para percibir que, incluso fuera de lo industrial, las computadoras y la robótica tienen ya la potencialidad de realizar la mayor parte de las tareas que hasta ahora desempeñamos las personas. Pensemos en la infinidad de empleos que han desaparecido, están desapareciendo, o se mantienen por pura inercia (cadetes, telefonistas, dactilógrafas, secretarias, archivistas, cajeros, etc.)

La llamada “crisis de los sistemas de seguridad social”, esa que anuncian desde hace años los tecnócratas de los organismos internacionales, parece ser consecuencia inevitable de dos cosas. Por un lado, el aumento de la esperanza de vida. Por otro, y quizá mucho más importante, por el congelamiento o disminución de los puestos de trabajo. Algo que, al menos desde 2010, organismos como la OIT y el Banco Mundial vienen diagnosticando como “desempleo estructural”.

La OIT estima el desempleo mundial en el año 2022 en 207 millones de personas, sin contar a los que no buscan empleo ni a los que viven en sociedades donde el trabajo remunerado y formal ni siquiera existe. Hace cuatro años atrás, en 2018, había 187 millones de desempleados, según la misma fuente. Y, si uno sigue hacia atrás en el tiempo, los anuncios de cifras catastróficas de desempleo son constantes. Casi siempre justificadas, en la lógica de los organismos internacionales, por algún desastre natural o económico. Hasta bien entrada la década pasada, la justificación era la crisis financiera de 2008. Ahora lo son la pandemia y la guerra de Ucrania. Pero, si se observa el año 2006, antes de la crisis financiera, la OIT ubicaba en casi 190 millones la cantidad de desempleados.

En suma: la falta de nuevos puestos de trabajo es constante y viene siendo planteada como crítica desde hace casi veinte años. La población del mundo aumenta y los puestos de trabajo, o al menos no en la misma proporción.

¿Cómo sostener un sistema de seguridad social razonable en esas condiciones?

No hay forma. Sin importar qué argumenten los técnicos, si la proporción entre activos y pasivos es cada vez más desfavorable, no hay forma de asegurar un sistema de pasividades decente.

Por eso, los planes de reforma de la seguridad social, tanto los que se están discutiendo en el Uruguay como los que promueven y recomiendan incansablemente los tecnócratas de los organismos internacionales, son un engaño. Un caso clarísimo del dilema de tener que taparse con una frazada muy corta.

Si uno deja las cosas como están, el peso de las jubilaciones se vuelve impagable para los activos. Pero, si estira la edad jubilatoria, reduce las posibilidades de empleo de los jóvenes, lo que crea otro problema social muy serio y a la larga repercute también en el sistema jubilatorio. Un dilema de hierro. Se hace trabajar más a los viejos y se dificulta el empleo de los más jóvenes, o se estimula el empleo de los jóvenes y se los carga con una cada vez más pesada carga de seguridad social. En otras palabras: nos tapamos los pies y tenemos frío en el cuerpo, o nos tapamos el cuerpo y se nos congelan los pies.

El verdadero problema, del que no parece que vaya a hablarse en el debate público que se anuncia, es que no será posible resolver el problema de la seguridad social con los aportes del trabajo y que será necesario pensarlo desde otra perspectiva. De hecho, para cuando en Uruguay se termine de implementar la reforma que hoy se propone, el desfasaje entre activos y pasivos la hará absolutamente insuficiente e inviable.

La crisis de la seguridad social es otra manifestación del anunciado “fin del trabajo”. No hay vueltas. El mundo futuro no se anuncia con más puestos de trabajo, sino con más tecnología, que hará cada vez menos necesario el trabajo humano. Si no va a haber mayor cantidad de empleos, pensar la seguridad social desde la perspectiva del aporte de los trabajadores activos, suena a disparate.

Si las máquinas van a hacer el trabajo, la única solución es que las máquinas financien las pasividades. Bueno, no las máquinas, sino las empresas y actividades que usan esa tecnología.

Pensar el futuro de la seguridad social, y el de la vida social en general, con instrumentos mentales de los Siglos XIX y XX, no puede llevarnos a buen fin.

Lo puesto en discusión, realmente, no debería ser la seguridad social, sino la forma en que se administrará la enorme renta que la tecnología dejará en manos de quienes la apliquen y controlen. Una renta que ya no será compartida por nuevos trabajadores ni por los jubilados. Una renta que sus propietarios no se muestran dispuestos a compartir.

Disimulada tras la serie interminable de crisis económicas, pandemias, guerras, peligros ambientales y carencias energéticas y alimentarias, se está procesando, entre otras cosas, un cambio de proporciones históricas: la independencia de la producción de riqueza respecto del trabajo humano.

Si esa riqueza va a favorecer sólo a quienes controlen la tecnología, o si se va a distribuir de otra forma, es quizá el problema político más importante de nuestro tiempo, del cual la seguridad social es apenas una mínima parte

Penosamente, ese problema se está decidiendo sin que la mayor parte de la población del mundo esté ni siquiera enterada.

Fuente Semanario Voces