Jueces y amenazas
Por Hoenir Sarthou
Empezamos esta segunda mitad del año con un clima enrarecido, en un plano en que esperábamos menos zozobras de las ya muchas vividas durante los dos años de emergencia sanitaria. Sí, claro, me refiero al plano de las libertades y de las garantías jurídicas. Por un lado, un juez, el Dr. Alejandro Recarey, es sometido por la Suprema Corte de Justicia a un proceso disciplinario tras haber dictado un fallo que interfirió con las políticas de vacunación de niños.
Por otro lado, en un confuso episodio, un grupo de personas de la ciudad de Paysandú han sido detenidas o citadas a la Fiscalía, tras varios allanamientos domiciliarios, supuestamente en el marco de una investigación sobre amenazas recibidas por las Ministras del Tribunal de Apelaciones que revocó la sentencia de Recarey. Analizar estos hechos no significa en absoluto convalidar eventuales amenazas, que, si existieron, constituyen sin duda un acto ilícito y un error político.
Pero, si de ilicitudes hablamos, es imprescindible situar todo este cúmulo de episodios en el marco de una ilicitud mayor. La flagrante infracción, por parte del Ministerio de Salud Pública y en definitiva del Poder Ejecutivo, a su deber legal de analizar los medicamentos que se suministran en el País, para autorizarlos y para cumplir con otro deber legal: el de informar debidamente a los pacientes sobre el contenido de los tratamientos sanitarios que se les practican y sobre sus posibles efectos, tanto favorables como adversos.
Nada de eso se está cumpliendo en el Uruguay. Ya que se vacuna contra Covid 19 en base exclusivamente a la información dada por el laboratorio fabricante de las vacunas. Y, en el consentimiento que se hace firmar a los vacunados, no se suministra ninguna información sobre el contenido de las vacunas ni sobre sus posibles efectos. Esa infracción flagrante de la ley, cometida por el propio Poder Ejecutivo, da origen a la sentencia de Recarey y, eventualmente, a cualquier reacción airada que hubiese podido causar la revocación de la misma.
Lo inquietante es que el Poder Judicial haya cerrado los ojos y consentido la ilegalidad del Poder Ejecutivo, y ahora se muestre tan severo con quien sentenció contra esa ilegalidad y con quienes reaccionan airadamente ante la misma. Convalidar ilegalidades hechas desde el poder político equivale -se sabe- a poner una bomba de tiempo en la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones. Aun cuando no estalle de inmediato, debilita los cimientos institucionales a mediano y largo plazo.
Si a ello se le suma una inusual severidad ante las reacciones causadas por esa injusticia, el daño a mediano y largo plazo está asegurado. Y a eso parecen estar abocados el Poder Judicial y el Ministerio del Interior en estos días.
Además del aspecto jurídico, cometen un error político. Porque la credibilidad de la política de vacunación se reduce día a día, como lo indica la cantidad decreciente de personas que se somete a los sucesivos “refuerzos” de las vacunas y el escaso número de los que han sometido a sus hijos a la vacunación.
La violencia institucional y la represión no hacen otra cosa que arrojar más sospechas sobre la porfiada negativa a analizar las vacunas y a revelar el contenido de los contratos de compra. Sospechas que se suman al inexplicable silencio sobre su ineficacia para prevenir la enfermedad y a la gran cantidad de efectos adversos, que la gente va conociendo y comentando, aunque sean olímpicamente ignorados por el discurso oficial.
Someter a procedimientos disciplinarios a un juez que ha dictado una sentencia contraria a la voluntad del Poder Ejecutivo huele mal de por sí. Es un pésimo mensaje sobre la independencia técnica de los jueces y sobre la seguridad de las personas ante la autoridad. Pero hay un aspecto que me parece de imprescindible análisis.
Se ha vuelto un lugar común en los fallos judiciales sobre temas de relevancia política, la idea de que “No es cometido del Poder Judicial enjuiciar las políticas públicas ni sustituir a otros órganos del Estado que tienen la potestad de dictar esas políticas”. De hecho, ese fue uno de los fundamentos del fallo del Tribunal de Apelaciones que revocó las dos sentencias de amparo de Recarey.
Pues, bien, esa frase encierra una gran falacia. Por supuesto que no es competencia de los tribunales dictar políticas públicas ni sustituir a los órganos del Estado competentes para dictarlas. Pero si es competencia esencial de los tribunales controlar que las políticas públicas, dictadas por otros órganos del Estado, se ajusten a las normas constitucionales y legales.
Porque, si una política pública contraviene a la Constitución o a las leyes, esa política es ilícita y el órgano que la dispuso no tiene legitimidad para disponerla. Es así de sencillo. Porque no hay peor amenaza que la autoridad pública que no se somete a la legalidad.
¿Y quién puede decir si una política pública contraviene a la Constitución y a las leyes?
Pues, el mismísimo Poder Judicial. Y nadie más. De modo que, cuando un juez o un tribunal se niega a analizar la constitucionalidad y legalidad de una política del Estado, escondiéndose en que “eso no es de su competencia”, miente con todos los dientes.
Si el Poder Judicial no sirve para controlar la constitucionalidad y legalidad de lo que hace el Poder Ejecutivo, no sirve para nada. Es un asunto simple y de absoluto principio. El Poder Judicial debe juzgar la constitucionalidad y legalidad de cualquier política pública, si pretendemos vivir en un Estado de derecho, y no en uno de hecho. Eso es lo que realmente deberíamos discutir y analizar, en lugar de disponernos alegremente a cortar cabezas de jueces y de ciudadanos discrepantes con la verdad oficial. Fuente: Voces