La vida desde una ventana

rochatotal.

Por Esteban Valenti

Hace más de 40 años que no me sucedía, mirar el mundo, la vida común y silvestre, la de todos los días por una ventana. Me sucedió en Buenos Aires en los años 70, durante mucho tiempo.  Hoy soy un privilegiado, puedo mirar a lo lejos la fila de barcos esperando para cargar granos y tener una perspectiva del horizonte, de día y de noche.

Ahora las moles de apartamentos, casi idénticos, que nunca había mirado con tanto detenimiento, son una fila de ventanas alineadas desde donde viven y miran mis vecinos. Algunos nos asomamos a las nueve de la noche para aplaudir, otros hacen sonar al anochecer su música para compartirla. Hay todavía algunos carteles de la campaña electoral, son cuatro rigorosamente de Luis Lacalle y dos de venta o alquiler.

Abajo el tránsito es un vago recuerdo del pasado, los ómnibus no bufan a cada rato y los coches son muchos menos que un día domingo. No hay horas pico donde se amontonan como un ejército de grandes escarabajos de colores llenos de conductores malhumorados. Todo ha cambiado. En la puerta de la confitería y librería vive un indigente, instalado desde hace una semana.

Cuando la oscuridad se va apoderando de las calles el movimiento es casi nulo, vivo y miro por la ventana una ciudad desconocida. Ni siquiera cuando salimos de la dictadura había tan pocos coches. Casi no hay gente, ni siquiera en la rambla donde los helicópteros de la policía difunden mensajes incomprensibles por sus parlantes. La gente sigue caminando, poca y a buena distancia entre ellos. Con sol o nublado, la mayoría, la pequeña mayoría son casi todos jóvenes.

Tengo otro privilegio, comparto mi encierro con Selva y aunque ambos – sobre todo yo – tenemos nuestros caracteres y nuestras manías, la vamos llevando. Selva lava hasta debajo de las baldosas y el parquet y trabaja todo el día. Siempre se encuentra algo que planchar, que lavar, que hacer. Yo trato, muy, pero muy de lejos de seguirla. Cocino y le saco el polvo a los muebles. Hasta pasé la aspiradora.

Descubrí nuevamente muchas cosas, del lado de adentro de la ventana. Los libros. Antes leía los últimos, ahora recorro con curiosidad todo lo que acumulamos juntos y que me queda pendiente o debería leer nuevamente. Hemos recuperado un cierto frenesí por la lectura de libros. Las bibliotecas son un mundo lleno de misterios, de interrogantes, de recuerdos, de intentos de reconstruir historias de donde y cuando los incorporamos. Porque comprar o recibir un libro es un momento importante en nuestras vidas. Y durante muchos años le pasé por adelante a toda velocidad, ahora están allí, esperando por la revancha. Trato de hacerme un plan de lecturas.

Algunos libros los elijo fría y premeditadamente. Me regalaron hace poco Stalingrado de Antony Beevor y si bien en cierto que todo lo que se relaciona con las guerras me apasiona, en este caso fue diferente, quise comparar las mayores profundidades del sufrimiento y la resistencia humana, con este episodio actual de nuestra civilización. Quise sobre todo, comparar cuando la humanidad estuvo al borde del mayor precipicio de todos, el de la barbarie más sangrienta y asesina, el nazismo y cuyo objetivo no era el Volga, sino el planeta.

Ahora le entré duro a El sueño de la historia de Jorge Edwards y me estoy perdiendo entre el retorno de un exiliado al Chile de la dictadura y un relato del siglo XVIII sobre el arquitecto italiano que terminó la Catedral y construyó el palacio de La Moneda, pero sobre todo de Manuelita Fernández de Rebolledo una adúltera empedernida que le pone picante a ese mundo opaco de la Colonia y a la historia. Y tengo una lista esperando. Hay un peligro, acostumbrarse que esta es la vida “normal”, rodeado de libros y de tiempo.

Escribo y escribo. Ahora se llama teletrabajo. Para escribir hay que leer las noticias, los diarios, los portales, las cientos de notas, editoriales y materiales que se concentran, que nos concentramos en el coronavirus. Pero hay que dedicarle tiempo al mundo en tiempo de peste, a sus crecientes miserias económicas, a sus conflictos, un poco atenuados, a sus estadísticas que han sufrido el ataque virulento de la peste. Parece que nada se salva, ni las religiones, ni las misas y sermones de todo tipo.

He descuidado un poco la música, que cuando viajo en coche muchas veces me acompaña. Ahora desde la ventana estoy un poco lento de sensibilidades musicales. Voy a tener que crear – siempre con Selva – un diálogo entre las lecturas, los silencios y la música.

Otra actividad importante es llamar a los míos, a los próximos y a los lejanos. Comenzando por los que están solos. Debe ser mucho más duro mirar el mundo solo desde una ventana. Pero con las nuevas tecnologías podemos llamar a nuestros parientes y amigos desparramados por el mundo, en especial los que en Italia y en España están en el centro de la peste. Nos duele, nos conmueve con ese parte diario de muertos por coronavirus y con coronavirus. Que no es lo mismo.

Con tantos hijos, nueras y yernos, nietos y una bisnieta y mi hermano y los suyos y desparramados por varios países, me lleva un buen tiempo.

Y se nos pasa el día, se nos arrastra el día hasta la noche. Ya perdimos la cuenta y son apenas unas semanas, pero tenemos la sensación de que esto va para largo. Y extrañamos, sobre todo la libertad. Esa cosa indefinida pero concreta como un roble, de decidir que queremos hacer y hacerlo, en la calle, en las plazas, en las playas, en los comercios, en las casas de los amigos o en las nuestras. Y queremos ser optimistas, alejar los peores augurios sobre la salud y la economía.

A las 19 horas estamos plantados mirando la otra ventana, la del televisor, esperando que llegue el parte diario. ¿Cómo hacen para llenar dos horas de informativo central, es un misterio? O un arte…

Pasados 27 días desde que la enfermedad desmintió esa esperanza secreta de los uruguayos, de que aquí no llegaría, me gustaría que fuera cierta la frase de Miguel Hernández, en El hombre asecha. “El odio se amortigua detrás de la ventana. Será la garra suave. Dejadme la esperanza”.