“Casta”, “clase política” y corrupción
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Por Julio María Sanguinetti
El Presidente electo argentino, Javier Milei, hizo su campaña impugnando a “la casta”. Por supuesto, no le daba a la expresión el sentido clásico de linaje o descendencia sino el peyorativo de una suerte de oligarquía política y sindical corrupta, encaramada en el poder, en la que al barrer caían todos, que de todo hay allende el río.
La expresión rebota estos días por aquí, en entrevistas periodísticas y nos lleva a una expresión muy usual que es la de “la clase política”.
Siempre me he rebelado con esta etiqueta, porque a la dirigencia política uruguaya si algo no le cabe es lo de “clase”. En ella hay de todo, desde hijos de viejas familias relevantes, como los Batlle o los Herrera, hasta profesionales de clase media como los Vázquez, los Sanguinetti o los Delgado. Sin olvidar los del origen rural: los Saravia, Gallinal o Bordaberry, o bien los hijos de la inmigración y el comercio como los Sapelli o los Raffo. También están los intelectuales, profesores como Pivel Devoto, Cigliutti o Traversoni. Y ni hablar de los muchos de origen bien modesto, entre los que sobresale emblemáticamente el Presidente Tomás Berreta, peón rural y policía raso, que llegó a las alturas por su inteligencia natural y espíritu de superación. Tampoco faltan los de origen indígena como nuestro querido “negro” Pozzolo, brillante parlamentario que hasta ocupó la Presidencia en una suplencia nuestra o el legendario General Pablo Galarza, no solo conductor del Ejército Nacional en 1904 sino figura de arraigo en el partido Colorado de su tiempo. Podríamos seguir, pero queda claro que la política es una consecuencia natural de un Uruguay policlasista, amalgama de gente venida de todos los orígenes que se superpuso a la muy pequeña población hispano criolla de la época de nuestra independencia.
En cualquier caso, al ocupar cargos públicos el tema se desplaza a, los llamados “privilegios”. En una época existieron algunos muy cuestionados, como fue el famoso sistema de jubilación del llamado artículo 383 o la importación de automóviles por los legisladores, pero eso se terminó en la Constitución de 1967. Suelen discutirse los sueldos, pero hay que entender que cuando hay una real democracia debe remunerarse adecuadamente a quienes asumen la representación ciudadana, para no caer en la exclusión de los de origen modesto. 120 sueldos de legisladores no cambian nada en el global del presupuesto, pero sí ayudan a que la democracia no sea asunto de ricos. Por otra parte, no se pueden olvidar los costos de la actividad política y naturalmente la inseguridad, porque quien sale diputado y abandona sus actividades particulares, puede quedar a la intemperie no bien cambie el humor político.
Toda esta larga disquisición es para concluir que el país ha tenido y tiene dirigentes políticos espejo de su sociedad y que, más allá de episodios, representan una respetable expresión de democracia. Sin embargo, arrastran una sensación generalizada de envidia y una aureola de sospecha, que siempre está presente. La desgracia es que a ella contribuyen de modo particular los propios dirigentes cuando acusándose los unos a los otros de las peores cosas, terminan dando la idea de que la corrupción campea en el país. Lo que no es cierto.
Los últimos episodios, Astesiano y Marset, son expresivos. El primero fue un “chanta”, como se dice en Argentina, que usufructuó de su posición cercana al poder para matufias de poca monta. El otro ha sido el caso increíble de un acto legal, como el otorgamiento de un pasaporte conforme a derecho, que terminó en una crisis política que se llevó dos Ministros y dos Subsecretarios. En aquel momento, el mentado “narco” era un personaje desconocido, no estaba requerido en Uruguay ni por la justicia ni por la Interpol y por supuesto, no se ha registrado la menor evidencia de corrupción de jerarcas. Sin embargo, figuras importantes de la oposición lanzan irresponsablemente sospechas de una presunta penetración del narcotráfico en el gobierno, lo que es absolutamente falso.
Naturalmente, desde el oficialismo se señala que si hay quien no tiene autoridad moral para cuestionar es el Frente Amplio, que tuvo procesamientos resonantes como el del Vicepresidente o el del Presidente del Banco de la República, o bien sentencias condenatorias como la de Cendoya o unos cuantos episodios más. Se trae a colación el caso Morabito, sin duda un escándalo para el Estado, porque este delincuente internacional, preso en nuestro país, se fugó caminando. Aquí no hubo sensibilidad política, porque ni el Ministro Bonomi ni nadie renunció, pero de ahí no se deriva que él se hubiera beneficiado de nada o hubiera incurrido en un acto de corrupción. Negligencia o lo que se quiera, pero no corrupción, salvo de funcionarios menores que aún están bajo investigación.
Ponemos estos ejemplos para señalar que todos deberíamos tener sobriedad, prudencia y honestidad en el debate de estos asuntos. Felizmente, la sociedad uruguaya tiene un nivel de sensibilidad elevado para los abusos del poder. Por lo mismo, si las acusaciones de inmoralidad se lanzan al voleo, todo se faranduliza y se pone a la Justicia contra la pared, bajo la presión del griterío. El que pierde es el sistema democrático. La aplicación de la ley siempre debe ser rigurosa. No preconizamos blanduras o complacencias, pero advertimos que se está generalizando un ambiente muy peligroso, que parece dar la falsa sensación de que hemos caído en un oscuro pozo.
El Uruguay tiene una política honesta, una justicia independiente y una institucionalidad que funciona. Lo que está fuera de la ley debe ser perseguido con rigor, sin caer en excesos que terminan banalizando todo, generalizando el enchastre recíproco, desanimando al ciudadano y alejando de la política a ciudadanos capaces que podrían mucho aportarle.