POLÍTICA, ENTRE EL ODIO Y LAS MOCHILAS

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Por Esteban Valenti

Una aclaración previa, para que esto no sea una gran hipocresía. Yo odio y, con mucha intensidad y vaya si he sembrado esas plantas en mi jardín y algunas florecen todavía. No quiero buscarle explicaciones fáciles, de mi origen o de lo que sea. Y además asumo que en la política hubo, hay y habrá siempre una buena dosis de odio, administrado de diversas maneras. El Uruguay es también un buen ejemplo, lo nuevo es que hemos aprendido a administrarlo de forma más civilizada.

Es un tema que estuvo en la discusión o en la exposición pública hace pocos días en el discurso de despedida del senado del ex presidente José Mujica.

Si alguien quiere encontrar odio bien desparramado, basta visitar las redes para encontrarlo en dosis elevadas y con mucho veneno. Contra Mujica y contra Sanguinetti y contra los dos juntos, por ser políticos. No son frases, no son discrepancias, es odio y muchas veces del peor, el más rastrero y además sin firma.

En el Uruguay actual, desde la salida de la dictadura, paso a paso, lentamente hemos ido asumiendo nuestras diferencias y nuestros grandes dolores, sin violencia y nos hemos acostumbrado tanto que a veces creemos que nos viene del fondo de nuestra historia y nuestra identidad. Y eso es falso. Los uruguayos, los orientales fuimos muy violentos. Y por pura política. Las causas no fueron diferencias raciales, o territoriales, no fueron guerras con nuestros vecinos (excepto la vergüenza de la guerra de la Triple Alianza), lo reitero el motivo principal fue la política, aunque no solo.

Y la violencia, las guerras civiles, los duelos, los degüellos, los fusilamientos, las emboscadas, las torturas y las violaciones tienen un alimento inexorable: el odio, de eso se nutren. La Tierra Purpurea no es un hallazgo literario es una síntesis de nuestros odios individuales, colectivos y políticos.

¿A ustedes no los hace pensar un poco, algo, la referencia a renunciar al odio? A mí sí. Porque hasta los más pacíficos, como Mahatma Ghandi, tuvieron en sus vidas momentos de odios y de violencia. Jesús de Nazaret -ojalá haya existido- llevó el amor al extremo, pero es una excepción “divina”, muy poco respetada en la historia de sus iglesias. Solo sucedió en sus orígenes, después la lucha por el poder se libró a violencia pura. 

Lo que hay que aprender, y eso exige un gran esfuerzo intelectual y cultural, es que el odio es realmente una planta venenosa y que incluso en las peores situaciones vividas, hay que ser capaces de resolver las situaciones a través de la razón, de las leyes, de la política y no de la violencia. Asumamos que no es fácil, que es una de las actitudes más difíciles para los seres humanos, incluso en pleno siglo XXI. Los uruguayos en estos 35 años lo hicimos. La inmensa mayoría, otros estaban simplemente agazapados.

Hay profundas razones antropológicas que explican el lugar destacado que el odio ocupa en las vidas de los seres humanos y que muchas veces ha causado desastres enormes o tragedias individuales.

El odio no es una condición inherente a los seres humanos, es profundamente ideológico y cultural y por ello está tan asociado en la historia a la política y a la religión. Voy a hablar por mi propia experiencia, el marxismo-leninismo al que yo adherí con entusiasmo y pasión durante casi tres décadas, tiene una base de violencia y por lo tanto de odio hacia los responsables del modo de producción y de acumulación capitalista nacional e internacional, a sus crímenes -que vaya si los tiene- porque es substancial en su propia construcción. Inclusive odio hacia los que piensan diferente dentro del mismo campo de las izquierdas, los revisionistas, los traidores. Los ejemplos serían interminables y aborrecibles.

Es posible que el odio, con su base ideológica, me haya servido personalmente a mí para mi inclinación por odiar. Lo asumo. Pero ahora que tengo una visión más amplia y crítica de la ideología, de la cultura y de la política, eso no me impide seguir odiando. No será un odio de clase, es más puntual, pero yo lo digo claramente a los torturadores, asesinos, desaparecedores, violadores,  a toda esa laya, los odio. Y no puedo evitarlo, ni siquiera sé si quiero terminar con ese odio. Lo único que he hecho, es masticarlo amargamente y no hacer nada más que protestar. No actué violentamente. Estoy seguro que ese odio lo comparten muchos compatriotas y la sociedad uruguaya en su conjunto y la política nos frenó en cualquier actitud de venganza y de violencia. Ganas no faltaron.

Una última reflexión sobre este tema, que daría para mucho más: en la medida que la razón ocupa un espacio más amplio en nuestras construcciones ideales, culturales y políticas, las pasiones, entre ellas el odio, se repliegan y pierden importancia en nuestras acciones. Y eso es lo que ha sucedido en Uruguay de la política en estos 35 años, desde que los grandes odiadores dejaron el poder.

Sin embargo, el odio y sus consecuencias se instaló con mucha fuerza en otras expresiones de nuestra vida social y ha hecho nuestra sociedad mucho más violenta, en el deporte, en la delincuencia y en las familias.

Quiero terminar con una frase de Giuseppe Garibaldi: “Odio la tiranía y la mentira con el profundo convencimiento de que ellas son el origen principal de los males y de la corrupción del género humano. Soy Republicano, porque este es el sistema de gobierno de las gentes justas, sistema modelo cuando se adquiere y, por consecuencia, no se impone con la violencia y la impostura. Tolerante y no exclusivista, soy incapaz de imponer a alguien por la fuerza mi Republicanismo” lo escribió en su libro “Revisión de mis memorias”

Ahora vayamos a otro tema que emerge cada tanto: el tamaño de las mochilas y su relación con la libertad. Un tema que con grandes variantes o sutilezas ha sido y sigue siendo central en la búsqueda social de la justicia y en cierta forma de la felicidad. No es un tema exclusivo de la izquierda, es abordado de diferente manera por muchos actores políticos y de la economía.

Si todos nos conformamos con poco, el mundo sería mucho mejor y además muchísimo más justo. ¿Es cierto? Es una prédica, una ideología de las actitudes personales como factor principal de las grandes transformaciones. Es en el fondo la base del hombre nuevo, que nadie ha construido, excepto en las sectas y en porciones muy reducidas de las religiones. ¿Por qué?

Básicamente porque es una buena idea, altruista pero anti histórica. Es el socialismo utópico, es Tomas Moro, pero que nunca existió y que si existiera milagrosamente, paralizaría el mundo y la civilización. La busca de construirse una mochila bien cargada ha sido, entre otras cosas el motivo del avance de la producción, del trabajo, de las guerras, de las disputas y de las civilizaciones. Todas.

Como todas las humanas cuestiones, es un problema de proporciones. Si el uno por ciento de la población del planeta, por cómo está organizado el sistema económico, financiero y social, es propietario de una riqueza igual o superior al restante 99%, eso ya deja de ser una mochila, es una vergüenza. Incluso los liberales más despiadados, no creo que se hayan propuesto esa realidad, es que fracasaron, la oferta y la demanda dominándolo todo, el trabajo transformado en otra mercancía más, nos ha llevado a esta situación de injusticia global, cada día más insoportable.

La globalización está en discusión, pero no hay duda que lo único impenetrable de esta globalización, incluso en la pandemia y luego de ella, es que la riqueza se concentra cada vez más y la miseria y el hambre se extiende a miles de millones de seres humanos. Lo dice el último informe de la Unión de Bancos Suizos, el paradigma bancario de los capitalistas.

Definir la alternativa histórica entre las mochilas todas flacas e iguales, como base para la libertad individual y la justicia versus los gigantescos vagones llenos de riqueza, en medio de un mar de miseria y hambre, es atroz y no nos lleva al precipicio. Solo es un problema de tiempo. Por ahora, aún en medio de la pandemia ganan siempre los más poderosos. La diferencia con la vieja definición del imperialismo, es que hoy esas riquezas se concentran en empresas más poderosas que los propios Estados. Es el imperio de las transnacionales, cada día más virtuales y financieras, más entrometidas en nuestras vidas al punto de transformar a la mayoría del planeta en sus trabajadores gratuitos. Y además difunden la idea de que una chispa de genialidad nos puede transformar a todos en multimillonarios. Es además de una falsedad material una enorme trampa ideológica.

El éxito estruendoso de China, que es sin duda alguna, la mayor revolución triunfante sobre la miseria y la pobreza en toda la historia, sacando de esa condición a cientos de millones de personas en pocos años y generando un nivel de riqueza material y cultural impresionante, no se debe precisamente a las flacas mochilas, pero en las izquierdas no nos hemos inmutado de buscarle explicaciones críticas a ese proceso. Está tan lejos… sobre todo de nuestras cabezas.

Voy a terminar contando una anécdota, hoy vi en una vidriera de una tienda de la Ciudad Vieja a un grupo de muchachas con el uniforme de una empresa de limpieza, mirando y deseando en silencio vestidos, pantalones, y zapatos. Me detuve un instante y el reflejo de los vidrios me mostraba rostros de gente de trabajo, que se gana su pan con gran esfuerzo y a la intemperie y que querría poder acceder a otras cosas, a más cosas y si fuera posible llevar en su mochila sus gustos, sus deseos, sus aspiraciones. ¿Hay que explicarles que deben conformarse, que en realidad ya tienen lo fundamental? Yo no me hubiera animado a esa tarea, me sentiría un gran hipócrita y un mentiroso. Pero no por ello, voy a negar que esa contradicción entre el valor de las mochilas y la libertad existe y hay que ser capaces de interpelarla. El problema es que no le hemos encontrado una solución real, solo apelaciones y poco más.

Lo que la historia bien contada nunca ha desmentido es la afirmación de Tomás Moro en Utopía: “Nada se puede dar a un hombre si no es quitándoselo a otro”. Y no era de izquierda.