Los juegos del hambre

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Por Hoenir Sarthou

El mundo está amenazado por el hambre. Las advertencias de crisis alimentaria no pueden ser más claras. La están anunciando la FAO (es decir la ONU), el Banco Mundial, y al parecer es motivo de preocupación para todos los gobiernos, incluyendo al de los EEUU y los de todos los países europeos.

El aumento del precio de los comestibles es ya perceptible, pero los cálculos de los expertos de la FAO son de que la carencia material de alimentos puede producirse entre la segunda mitad de este año y el año 2023.

Las causas directas son bastante obvias, aunque las más remotas no tanto. Primero fue la pandemia y las locas medidas de encierro y paralización, que empobrecieron  a la población mundial. Ahora la guerra de Ucrania, con escasez y encarecimiento de la energía, de los cereales y de los fertilizantes, lo que implica la reducción y encarecimiento de la producción de todo tipo de alimentos.

En Uruguay, sin embargo, los temas acuciantes son la ley que habilita la caza de animales silvestres, la separación conyugal del Presidente y la eutanasia, en tanto seguimos instalando pasteras, construyendo vías férreas y plantando eucalyptus con loco frenesí, incluso en tierras que hasta no hace mucho se destinaban a producir alimentos.

Me dirán que las guerras mundiales siempre han favorecido a Uruguay, que logra vender sus productos a mejor precio. Eso es -o era-  verdad. Pero estamos en 2022, no en 1914, ni en 1939. Nada asegura que lo sea en este caso, si factores como la energía, la crisis económica y monetaria, el precio y el acceso a los insumos y la escasez deliberada de todo se imponen con un propósito económico y político. En todo caso, menos lo será si, a las puertas de una crisis alimentaria, seguimos dedicando más tierra y recursos a producir celulosa, que es como producir protector solar durante un diluvio.

A estas alturas, creer que fenómenos como la pandemia, la guerra y la eventual hambruna son casuales e imprevisibles es pecar de inocencia. La guerra de Ucrania, como la pandemia, fue pensada, buscada, anunciada y generada.  No podemos  saber –al menos yo no sé todavía- cuál es el verdadero papel de Vladimir Putin. Es posible que haya reaccionado ante la provocación sistemática hecha por la OTAN desde suelo ucraniano. Pero también es posible que, al igual que los poderes económicos que operan a través de la OTAN, fuera un agente consciente de los efectos que la guerra causaría a Europa, a los EEUU y al resto del mundo.

De lo que no pueden caber dudas es del papel de los intereses financieros, de la industria armamentista, de la industria química y de los servicios de inteligencia de varios países en crear las condiciones para que la guerra fuera inevitable. Los laboratorios de armas biológicas a pocos quilómetros de la frontera rusa, la solicitud de Ucrania de integrarse a la OTAN, el hostigamiento militar y paramilitar a la población de origen ruso en territorio ucraniano y un presidente “títere”, Zelenski, inventado por el poder financiero con el fin explícito de fogonear el conflicto, tienen un origen y un sentido claros.

Uno puede preguntarse si esas políticas tenían por objetivo obligar a Putin a reaccionar, o si eran el pretexto acordado para justificar su reacción. La respuesta depende de cuál crea uno que es el papel de Putin.  Lo cierto es que, al menos desde 2014, la guerra fue querida y buscada sistemáticamente. Las guerras siempre son negocio para algunos, pero, cuando trastocan la economía mundial, mucho más. En las crisis, los grandes acaparan los recursos y los mercados que pierden los chicos. Siempre ha sido así.

Si alguna duda cabe sobre lo que digo, basta ver en qué han invertido desde hace dos años algunas de las empresas y de los sujetos más representativos del poder económico global: tierras cultivables, manipulación genética de semillas, alimentos sintéticos y recursos naturales escasos y valiosos. Nuestro viejo conocido Bill Gates, así como muchos de sus socios y amigos del Foro Económico Mundial, han vendido parte de sus acciones en compañias financieras y tecnológiacas y han adquirido enormes extensiones de tierra cultivable. ¡Qué gente tan bien informada! No hay virus, guerra ni hambruna que llegue sin avisarles con años de anticipación. Hasta saben el día y la hora en que las cosas van a ocurrir.

¿La posible hambruna es espontánea o buscada?

Puede dejarnos perplejos saber que el gobierno de Australia tramita en estos momentos una ley que prohibe el cultivo de alimentos para consumo propio. Increíble, ¿no?

Bueno, no tanto. Si consideramos la hipótesis de que la posible hambruna, como la pandemia y como la guerra, sean parte de un proceso global de inducción al caos, lo de Australia no resulta increíble. Siempre hay gobernantes más serviles y funcionales al verdadero poder que otros. Si el plan es causar hambre, hay que colaborar.

Si uno quiere que el mundo acepte una restructura económica y política muy profunda, que implique reducir el consumo humano de energía y de recursos, debe limitar las libertades, multiplicar el control, sustituir a los gobiernos democráticos por organismos tecnocráticos y establecer un ámbito de poder mundial centralizado. Eso requiere crear previamente mucho miedo y mucha desesperación, para que la gente acepte cualquier solución que se le proponga. Y, para crear miedo y desesperación, ¿qué mejor que la peste, la guerra y el hambre?  Ni hablar si la guerra tiene chances de convertirse en nuclear.

Esas cosas están ocurriendo ya. Todos vivimos la pandemia. Todos deberíamos saber que se está negociando un tratado internacional por el que los Estados le ceden a la OMS la autoridad en caso de futuras pandemias. La guerra y sus consecuencias están en curso. Y ahora ya se habla oficialmente de una crisis alimentaria que matará de hambre a muchos millones de personas y empobrecerá seriamente al resto. Todo indica que la estrategia del caos avanza en su pleno esplendor.

Sólo una ventaja nos da este proceso de inducción al caos global. Es que resulta demasiado evidente. Se está haciendo a una velocidad tal que es difícil no darse cuenta. Por más que los cerebros y los bolsillos que están detrás controlen y manipulen a los gobiernos, a la prensa, a las redes sociales y a los científicos que deberían advertirnos, las manos que mueven las fichas son demasiado visibles. Si lo planearan como un proceso lento, de aquí a cincuenta años, adaptando de a poco a sucesivas generaciones, tal vez sería inevitable. Pero la pretensión es cambiar al mundo en diez años. Esa prisa es la debilidad del proyecto y nuestra mayor –o única-ventaja.

Es altamente probable que, si un porcentaje considerable de la población mundial está advertido y se resiste activa o pasivemente al “gran reinicio”, éste fracase. Todo depende de la capacidad de percibir las jugadas, descreer de la información oficial, buscar información alternativa (que la hay) y sobreponerse al miedo. Contra lo que se pueda creer y contra lo que dice la información mediática global, muchos millones de personas en todo el mundo desconfían ya de lo que se les informa e intuyen que la realidad es otra.

En el Uruguay, hay algo imperioso: cambiar la agenda del debate público. La caza de animales, las crisis amorosas presidenciales y la eutanasia no son los desafíos que el mundo nos plantea. ¿Producir celulosa, o producir alimentos? ¿Podremos conjurar el peligro de la escasez y del hambre, descartar el espantoso modelo que se perfila en Australia y asegurar nuestra soberanía alimentaria? Ese es hoy un tema vital. Y es indispensable que no nos encuentre tan ingenuos e inadvertidos como nos encontró la pandemia.

Muchos uruguayos somos conscientes ya de esa necesidad. La clave es persistir en el esfuerzo y advertir a otros. La convicción, cuando va de la mano con la verdad, tiene una fuerza insospechada. Suele mover montañas.

Hoenir Sarthou /Semanario Voces